martes, 29 de noviembre de 2011

La Fuga del Esplendor

Nuevo libro del periodista Rubén Darío Álvarez.

El periodista Rubén Darío Álvarez Pacheco, se encuentra terminando de escribir su libro La Fuga del Esplendor, entrevistas con los protagonistas del boom de las orquestas cartageneras en los años 80. 

Artistas y agrupaciones musicales como Viviano Torres, Lucho Vega, Luis Lámbis, Inéditos de Colombia, Hugo Alandete, Nando Pérez, Pedro Pablo Peña, Juancho Álvarez, Jorge “El Cone” Aleán, Rafael Ricardo, Otto Serge, Mariano Pérez, Chela Ceballos, Patricia Teherán, Julio César Rocha, Emilia Herrera, Juan Carlos Coronel, Víctor “El Nene” del Real, Joaquín Torres, Rey Arturo González, Gerardo Varela, Ramón Chaverra y Conrado Marrugo fueron los encargados de revestir a Cartagena de un prestigio artístico que no tardó en verse reflejado en certámenes de alta importancia como los carnavales de Barranquilla, entre otros, en los que anualmente más de la mitad de los principales invitados eran los grupos de la famosa Ciudad Heroica. 

Los protagonistas de este homenaje contarán sus historias a través de entrevistas con preguntas y respuestas, pero antecedidas (en algunos casos) de una introducción que recreará lo que fueron sus vidas antes, en y después del boom. 

Rubén Darío es Comunicador Social-Periodista, egresado de la facultad de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Autónoma del Caribe de Barranquilla. Actualmente es redactor de planta del diario El Universal de Cartagena y es autor de los libros: Noticias de un poco de gente que nadie conoce, Crónicas de la región más invisible.

El documento está argumentado en el hecho de que desde finales de la década de los setenta hasta principios de la década de los noventa, se vivió en la ciudad de Cartagena de Indias (Colombia) un despertar de la música popular en diferentes géneros, pero por encima de todo en lo concerniente a la música de orquestas, o tropical, como suele llamársele. 

Ese fenómeno provocó que salieran a la palestra pública artistas que ya venían luchando por crear un espacio nuevo para la maestría de los músicos cartageneros, pero que, al amparo del nuevo público que encontraron en los años ochenta, aparecieron con un aire de renovación como no lo tuvieron en los tiempos de sus inicios. 

Otros, espoleados por la popularidad que cobraban esos músicos y cantantes veteranos, se lanzaron al escenario con propuestas musicales enérgicas y futuristas, aunque siempre conservando un sello sonoro que en los años subsiguientes terminó por identificar a Cartagena en todos los ámbitos de la farándula nacional. 

A principios de los años 80, cuando nace el “Festival de Música del Caribe de Cartagena”, la producción de orquestas, conjuntos de acordeón, la aparición de compositores y cantantes, el florecimiento de los grupos folclóricos y las primeras manifestaciones de la música champeta tomaron una fortaleza que se extendió hasta los años noventa, con la consiguiente respuesta de las demás ciudades de la Costa y del interior del país, que empezaron a organizar y a darle impulso a sus propias agrupaciones musicales para emular a Cartagena. 

Las producciones discográficas, respaldadas por las casas disqueras de mayor prestigio en Colombia, ocupaban puestos de privilegio en los estantes de los almacenes de discos y en los tornamesas de las emisoras, pues con el boom de los grupos musicales de Cartagena no sólo se estaba exaltando el espíritu caribeño —tantas veces reflejado en otras manifestaciones del arte— sino que también se estaba creando un sentido de pertenencia en los cartageneros, que se sentían orgullosos de saber que el panorama musical popular de Colombia lo estaban protagonizando personajes surgidos de su propia tierra. 

En las tarimas locales y nacionales el resultado era igual: nuestras orquestas y conjuntos competían con las agrupaciones extranjeras que en esos momentos también ocupaban primeros puestos de sintonía en los diferentes listados de las estaciones radiales, pero sin restarle importancia al producto cartagenero. 

Llegada la década de los 90, el fenómeno empezó a decaer por diferentes circunstancias, entre las que no está, por supuesto, la disminución del talento de nuestros artistas, pero sí la desaparición del “Festival de Música del Caribe”, para algunos, y la falta de una visión empresarial futurista de parte de los mismos artistas que protagonizaron el fenómeno, para otros; además de  otras razones, que sería largo mencionar en el instante.

Sin embargo, quedan para la posteridad todas las producciones discográficas que en más de diez años realizaron esas agrupaciones musicales, tal vez sin pretender que más tarde estas se convirtieran en prueba irrefutable de su paso por la constelación sonora y literaria de la que el público costeño y colombiano también hizo parte desde la otra orilla. 

Son muchos los cartageneros y melómanos de otras partes del Caribe colombiano que aún extrañan el sonido, las letras y los arreglos de aquellas canciones que fueron las preferidas de las juventudes de entonces, pero es posible que muchos de esos nostálgicos jamás se hayan enterado de quiénes eran esos seres humanos que prestaban sus voces, sus inteligencias y sus energías para llevar alegría a los salones y solares en donde aguardaban el entusiasmo y la espiritualidad del ethos caribeño. 

Es muy probable que quienes se acostumbraron a escuchar y a admirar a esos artistas se hayan preguntado alguna vez cómo eran sus vidas, qué cosas pensaban, de dónde habían salido, cómo manejaban sus talentos, cuáles eran sus vicisitudes, cuáles sus alegrías, qué tan fáciles o tan difíciles fueron sus carreras o qué pensaban de la vida y de la fama que los tocó asumir.

Quedan las producciones discográficas, sí. Pero también sería muy bueno acompañar esa herencia armoniosa con una antología de historias contadas por los mismos artistas; historias que no sólo sean el testimonio de una época brillante de Cartagena, sino también el punto de partida para que cuando se vuelva a presentar un fenómeno parecido, las cosas hacia al futuro se visionen de una manera más afortunada. 

Y en este último párrafo quedaría consignada la importancia de recopilar una serie de entrevistas que en alguna ocasión nos hicieron sentir orgullosos de ser cartageneros. 
El libro viene acompañado por un cd que incluye parte de los éxitos de ese gran momento de la música cartagenera, canciones como; Discúlpeme señora, Sonrisas, Llora corazón, Samba en palenque, El cacharrero, Sarampión, Martica, Señora, Tristezas sobre tristezas, Me Dejaste sin Nada, Tarde lo conocí, Luna, El lobo, Patacón pisao, Permiso, Vamos pa’ esa, Bacano, Planificación, El destino y Fuiste mala. 

“Tengo más de quince años escribiendo sobre música y músicos, aunque no me considero investigador, más bien un musicográfo”. Afirma Álvarez Pacheco. 

He participado en programas de radio en Todelar, la voz de Turbaco y actualmente en UDC radio, de la universidad de Cartagena -afirma con profunda satisfacción. 

Finalmente, nos hizo saber que el libro estará en las principales librerías en los primeros meses de 2012.

lunes, 28 de noviembre de 2011

UN DIÁLOGO ETERNO CON MI ACORDEÓN.


Por: Lisandro Segundo Meza “El Chane”.


Nací un once de diciembre, en los Palmitos, Sucre, un pequeño poblado de gente laboriosa y noble; allí transcurrió mi infancia. Mi madre, “la niña Luz”, decidió que me llamaría Lisandro Segundo en homenaje a mi padre, Lisandro Meza –el patriarca de la Sabana–, a quien ella ha amado incondicionalmente por más de cincuenta años. Soy el hijo mayor de 7 hermanos, y, según mi madre, vine al mundo a cumplir el encargo de convertir en música cuanto sonido se dejara escuchar por la Sabana, y más allá de sus confines.

Con complacencia recuerdo que ya grandecito corría como un pollino hasta la casa de mi tío Humberto Quiroz. En una ocasión, recuerdo claramente,  corrí desaforado en busca de mis primos para darles la noticia de que las galletas del tarro Noel, que mi mamá tenía en la cocina, ya se habían terminado –proceso que como auténticos pillos habíamos acelerado – por lo que ya podíamos utilizar la lata como caja para completar el conjunto, del cual  teníamos la guacharaca y el cencerro. En ese tiempo mis primos eran diez, todos varones, y mis contemporáneos secundaban con decisión todas mis inquietudes musicales.

Aquellos fueron buenos tiempos, pues con ellos encontraba lo que en casa no tenía, dado que a mis dos hermanas, las que me seguían en edad, no les atraían, en lo más mínimo, mis gracejos musicales. Tenía cuatro años cuando comencé a jugar al músico con mis primos Luis, Carlos, Olimpo y Oswaldo, quienes a la sazón contaban tres, cuatro, cinco y seis años. Eran los hijos menores del tío Humberto, quien finalmente, completó 16 vástagos: 14 varones y dos mujeres con la misma esposa, por supuesto.
Midiendo nuestro natural talento le dimos palo a cuanto pote encontramos en las andanzas cotidianas. Nuestra mayor alegría estaba en hacer sonar rítmicamente los palos y las latas oxidadas que la imaginación infantil y el fervor convertían en instrumentos musicales. La camaradería que de allí nació y el saber que fuimos construyendo, han sido fundamentales para mi ejercicio profesional pues, jugando al músico, forjé la conciencia que ha dado claro fundamento a mi ser y que me ha permitido entender el valor inmenso de nuestras tradiciones, en particular el de nuestra música autóctona.

De esa época también recuerdo el despertar de mi pueblo. Las voces de hombres y mujeres en habitual alharaca anunciando las más suculentas viandas destinadas a enriquecer el menú del desayuno palmitero, acompañaban los primeros rayos del sol. Mi abuela materna, Silvia Quiroz, madrugaba y, atenta, observaba el paso de los vendedores de empanadas de carne, buñuelos de fríjol, arepas de maíz, bollos de plátano… y de entre todas esas delicias criollas, escogía las que cada día harían parte del desayuno que a primera hora me servía, con gesto materno, acompañado de un humeante pocillo de café “Almendra Tropical” hecho por ella en su fogón de leña.

Otras mujeres que iban con paso acelerado para las matanzas, hacían parte del paisaje tempranero de mi pueblo. Las matanzas, eran –en ese tiempo – las casas donde sacrificaban reces y cerdos para el consumo diario.

Las mujeres, al llegar allí, siempre se disputaban el turno para comprar los mejores chicharrones y demás productos que destinaban al desayuno de sus familias. En mis recuerdos, sus voces altaneras se confunden con las chillonas de los niños, que los negociantes de matanzas contrataban para que, a puro pulmón, anunciaran por todo el pueblo el local donde cada día se efectuaba el sacrificio y la venta, luego de que el anuncio se había realizado por los altoparlantes de los teatros Santa Rosa y Libertad, que eran las empresas más tecnificadas en esos tiempos, cuando el cine mejicano estaba en pleno apogeo y cuando en mi pueblo no había matadero, ni plaza de mercado, ni mucho menos fluido eléctrico.

En las noches plenilunares, mientras los adultos reunidos en los patios conversaban o escuchaban los relatos de decimeros y cantores, los niños jugábamos a “la libertad”, al “cinturón escondido” o a cualquier otro juego donde, por ley, tuviésemos que correr. Esas carreras a “pata pelá” y a oscuras por las calles empedradas, dejaban sus consecuencias: más de una vez la piel del dedo gordo del pie de los espontáneos atletas quedaba tapizando las piedras y muros de las calles del pueblo y al día siguiente, el inevitable “pondo” doloroso cobraba con creces el despilfarro de energía, no obstante las advertencias de los mayores.

Muy pronto llegó la experiencia de la escuela. Ingresé a Santa Rosa  de Lima, hoy convertida en colegio de bachillerato, donde debí aprender la cartilla abecedario en el menor tiempo, pues las rígidas exigencias académicas así lo establecían. Al año siguiente, cursé el grado primero en la misma escuela y fue entonces cuando por primera vez enfrenté a la terrorífica “María Dolores”, pues el profesor Tiberio utilizaba siempre una regla de guayacán que causaba estragos en la clase de matemáticas. No olvidaré nunca que cuando el profesor daba la orden, debíamos iniciar las interminables rondas de preguntas y  respuestas sobre las tablas de multiplicar y quien no respondía correctamente, se llevaba un certero golpe en la palma de la mano. El temor que “María Dolores” generaba, nos llevó a inventar una contra: dos pestañas  dispuestas en forma de cruz en  la palma de la mano tenían el poder de partir la regla al contacto con la piel. ¿El resultado? El conjuro casi me deja sin pestañas, la regla de profesor Tiberio permaneció intacta, y de las tablas de multiplicar, debo confesar, que aún olvido una que otra operación.

El año siguiente, cuando cursaba primero B, se celebró en el pueblo la fiesta de corralejas. Ese 30 de agosto, un gran acontecimiento marcaría el rumbo de mi existencia: un conjunto de acordeón integrado por unos “pelaos” que llegaron de Corozal, tocó en la plaza donde se erigieron las corralejas. Felipe Paternina era el nombre de aquel acordeonero de toque magistral, cuya ejecución me conmocionó a tal punto que sus melodías no dejaban de bailotear en mi mente, mientras me dirigía ensimismado hacia mi casa.

Absorto en mis pensamientos tomé el camino que conducía a la casa de mi padrino Ismael Pérez –quien era el propietario de los toros que se lidiarían en esa ocasión –, por lo que desde horas tempranas ofrecía una recepción en su vivienda, amenizada con banda y acordeón. No podía imaginar en aquel momento que las razones para que la música de acordeón me envolviera en su magia para siempre, estarían a la orden del día. Cuando me acercaba a la casa de mi padrino una melodía que salía de su interior se fue apoderando del ambiente como en una suerte de encantamiento y, entonces, mis pasos sin remedio me pusieron de golpe en la sala, en medio de la gente que en un silencio reverencial escuchaba al señor Desiderio Barbosa ejecutar la fascinante melodía. El hombre, al percatarse de mi interés, caminó hacia mí y con gesto amable ejecutó nuevamente la canción. Al terminarla, me contó que esa maravilla titulada “La Creciente del Cesar” era obra del maestro Rafael Escalona y que la habían grabado “Bovea y sus Vallenatos”, músicos muy famosos de Ciénaga, Magdalena.

Mi papá, Lisandro, poco sabía de mi interés por el instrumento. Con frecuencia salía con sus “Alegres Muchachos” a cumplir sus compromisos musicales, por lo que no le era fácil percatarse de mis intereses y talentos. Él sabía que tocaba y que me defendía con la percusión y se sentía por ello muy orgulloso, pero, pienso que en el fondo, él no quería que siguiera sus pasos.
Los tiempos de mi niñez continuaron con sus juegos, la escuela, la cotidianidad de mi terruño, cuando un día cualquiera sucedió lo inesperado: en uno de sus ires y venires mi papá dejó un acordeón en casa. Sin pensarlo dos veces y sin pedir permiso, me apoderé de él y lo llevé conmigo a todas partes, lo inspeccioné, experimenté con sus sonidos, reí, soñé… A la semana, cuando mi padre regresó, constató lo que su corazón ya presentía: “Chane, mi hijo mayor, promete con el acordeón”. Me compró entonces un acordeón de dos teclados y me enseñó la cumbia sampuesana del maestro Joaquín Betín.

Ese fue el comienzo de mi comunión con el acordeón. Los días y las noches nunca fueron suficientes; entablamos desde entonces un diálogo que aún no termina. El deseo de llegar a ser como los grandes acordeoneros Alejo Durán, Abel Antonio Villa, Aníbal Velázquez, Alfredo Gutiérrez, o como mi propio padre, era una fuerza incontenible.

A finales de aquel año crucial, llegaron a los Palmitos los amigos corozaleros de mi padre; los hermanos Pérez, los Martelo y entre ellos el señor Hernán Paniza. Habían planeado una parranda en el rancho que mi papá había construido al fondo del patio. Inesperadamente, en el fragor de la parranda, mi padre se levantó del asiento donde cómodamente departía con sus amigos y en un arranque de orgullo paterno dijo: –Les presento a quien muy pronto será un gran músico –. De inmediato supe que se refería a mí y honrado por la confianza que mi padre depositaba en mi talento, salí con mi acordeoncito al pecho. Entre los parranderos causó gran impresión la seguridad con la que ejecuté los aires de la Sabana. Entonces el señor Paniza (q.e.p.d.) me estrechó fuertemente y le dijo a mi padre: –A este “pelao” me lo llevo a Corozal para que estudie con mi hijo en el Instituto de Pérez “Che”, y en los ratos de descanso le enseñe a tocar el acordeón.

Fue así como al año siguiente fui a vivir a Corozal, hospedado en casa del señor Paniza, quien me acogió como a un hijo. Con Jorge, su hijo, asistíamos puntualmente a las clases y al regreso yo le mostraba los misterios del acordeón. Aquellos tiempos fueron de muchas responsabilidades y emociones intensas. Los condiscípulos del Instituto Aníbal Badel me pasearon por todas las semanas culturales que se realizaban en los colegios de la Sabana.

Recibí muchos reconocimientos, lo cual me motivaba aún más. Ese mismo año (1969) sufrimos un duro golpe: a mi papá le robaron el Festival Vallenato, pero el pueblo de Valledupar lo aclamó y lo llamó “el Rey sin Corona”. Al poco tiempo, y como un paliativo, grabé con las hermanitas Bossa “Anhelos”, un pasebol que Alfredo Gutiérrez hizo famoso en todo el país.

Desde ese tiempo creamos un estilo musical propio que catapultó a Lisandro Meza al ámbito internacional. En más de tres décadas hemos recorrido el mundo y los más sofisticados escenarios, llevando la bella música de las Sabanas colombianas.

He participado en telenovelas, películas y en producciones musicales con los más grandes músicos del mundo latino como Emilio Estefan. También en producciones musicales dirigiendo a los más auténticos músicos de nuestra región como Calixto Ochoa y Alfredo Gutiérrez; además, en el 2008 produje con los Corraleros de Majagual el trabajo titulado Majagual All Stars; he grabado con Joe Arroyo y el salsero Víctor Manuel. Produje la última grabación de los cubanos Celina y Reutilio y he participado en muchas  producciones junto a artistas de cartel, entre ellos con la Banda sinfónica de la Universidad de Antioquia en 2009, en el homenaje al maestro Rafael Escalona –Escalona ¡vive¡ – en el cual cantan Iván Villazón y Marina Quintero.
Actualmente, adelanto estudios de profesionalización en el programa de licenciatura en música que sirve la Universidad del Atlántico, pues mi meta es contribuir, con mi capacidad y experiencia, a la formación musical de los niños colombianos.

Agradezco a la vida sus favores y quiero manifestar que la mejor época de mi vida ha sido mi infancia.